LA CRITICA EN SUSPENSO

Por Javier Gil.
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Cuando se habla de la inexistencia de la crítica parece que el enunciado se formulara como si el arte y los discursos sobre el arte pudieran valorarse permanentemente con los mismos criterios. Pero los cambios en las concepciones y prácticas artísticas necesariamente ponen en entredicho los modelos que tenemos. Quizás el momento actual precisa de un reacomodo de lo que entendemos por “crítica”y de lo que esperamos de ella. Es factible, entonces, poner en juego ciertos desplazamientos en las prácticas discursivas en torno al arte. Quisiera aventurar algunas opciones a partir del señalamiento de algunos interrogantes sobre la misma actividad crítica.

La imagen que tenemos de la crítica es heredera de la modernidad, en tal virtud se haría necesario estructurar un rastreo de cómo el concepto de “crítica” se configuró al interior de la lógica modernista. Ese trabajo estaría por realizarse, al menos en nuestro país, no obstante, y para los objetivos del presente escrito, se pueden formular algunas ideas alrededor del asunto.

Es claro que la modernidad generó las condiciones para una abundancia discursiva representada en el crecimiento casi viral de rótulos, sanciones, valoraciones y clasificaciones, desde puntos de vista presuntamente universales. Paralelamente se empobreció la experiencia artística, la proliferación discursiva terminaba por suplirla. Alrededor de buena parte de la crítica ocurría algo parecido a lo que contaba algún maestro zen cuando afirmaba: “cuando te señalen la luna no te quedes mirando el dedo”.

Lo visible, entonces, fue excesivamente regulado por lo decible, casi colonizado. Sin desconocer que las obras son habladas es evidente que el lenguaje no crea la visión ni remplaza la experiencia de la mirada. Más que invitar a la experiencia estética, de propiciarla, se la invalidaba al verse subsumida por esa pulsión clasificatoria, sancionadora, jerarquizadora. En muchos casos se privilegiaba también la figura del crítico, el cual acababa poniéndose en escena en desmedro de las propias creaciones. Una especie de ordenador y sacerdote de lo sensible.

Detrás de todo ello reposaba un imaginario centrado en la idea de obra-objeto, unas lógicas de exposición y unos modos de producción, distribución y consumo del arte. Es decir un sistema de conceptos, instituciones y prácticas que traían consigo la producción de ciertas particularidades de la figura del crítico. En ese marco interpretativo no se puede ignorar la importancia que tuvo la crítica como un factor que impulsó a mirar desde otros criterios, ya no ligados al ejercicio representacional o al buen oficio. Algunos críticos, valga la pena mencionar a Marta Traba, lograron generar un impulso considerable al pensamiento artístico al suministrar perspectivas más rigurosas para abordar, interpretar y valorar la producción artística.

En ese orden de cosas la práctica de la crítica, en buena parte, se inscribía en una voluntad de fijación de sentido, en una relación rígida con la verdad, establecida desde cánones relativamente estables. Fijación de sentido que no hacía justicia a las distintas maneras de concebir y producir significados visuales ni a la polisemia e incesante apertura de sentido implicada en obras caracterizadas por lo ambiguo, la extrañeza y el distanciamiento de los propios cánones valorativos. La definición de lo considerado “artístico” operaba y opera como un dispositivo de exclusiones y oposiciones, de identidades y alteridades, entre aquello que es y no es artístico. La modernidad articulaba un régimen de saber-poder, amparado en la hipotética autonomía del arte y en la generación de sus propias reglas de actuación, es decir sin relativizar sus valores desde contextos socio-culturales. Un dispositivo de saber-poder que disciplinaba lo artístico en múltiples sentidos.

La crítica, inserta en ese dispositivo, y desde su quehacer, contribuía a ordenar y a establecer demarcaciones, a inventar lo artístico ligado a un imaginario eurocéntrico y a ciertas ideas de progreso. Todo ello traía implícitas premisas y proyecciones referidas a un tipo deseable de subjetividad y de práctica artística ajustable a esa subjetividad.

Pero hoy su objeto se desliza vertiginosamente, todo el ámbito de las artes visuales se encuentra fisurado desde muchos flancos. En la actualidad los estudios culturales y visuales, y la propia reflexión estética, ponen en entredicho el antiguo régimen valorativo. Esas perspectivas y los desplazamientos que muestran algunas de las propias prácticas artísticas (las cuales requieren ser abordadas desde perspectivas que trascienden los valores netamente artísticos), hacen que la crítica enfrente desafíos y nuevas posturas. Incluso los lugares y tiempos donde se ejerce, sus canales de circulación, tampoco pueden ser indiferentes a estas mutaciones.
Cuando los cánones se caracterizaban por cierta precisión, las funciones de la crítica también se definían con cierta claridad, ahora cuando los paradigmas se desdibujan otro tanto ocurre con los discursos en torno al arte. Ello no significa que no existan pero sí se hace más imperioso que nunca explicitar los lugares desde los que se habla, valorar cada propuesta artística desde lo que explícita o implícitamente promete y desde lo que pedimos al arte. Siempre considerando que –por lo general- se producen desde un lenguaje y un pensamiento visual. Pese a la creciente relativización no es aconsejable llegar al facilismo del todo vale. Los criterios, así no sean suficientes ni absolutos, si son necesarios. Una obra puede ser significativa cultural y políticamente pero puede ser artísticamente insignificante, es decir que su lenguaje y pensamiento artístico poco aporta. Es indiscutible la presencia de obras que no pasan de ser una simple ilustración, un eco pobre de discursos planteados desde otras disciplinas. Tras estos rápidos cuestionamientos quisiera, y desde una actualidad artística difícilmente atrapable, proponer algunos posibles trayectos para las prácticas discursivas alrededor de la actividad artística.

1.Inicialmente considero que se mantiene vigente la lectura crítica del objeto artístico, lectura encaminada –eso sí- no a fijar el sentido sino a abrir opciones de lectura, a abrir senderos que residen virtualmente en las obras. Incluso a cuestionar la validez de propuestas desde el pensamiento artístico, es decir trascendiendo la complacencia formal para detenerse en las posibilidades cognitivas y el desplazamiento de sentido que ofrecen. Más que una fijación de sentido, o una sanción, la crítica -a sabiendas que la construcción de significados no reside ni en el sujeto ni en la obra, sino en el encuentro entre ellos- debe dejar opción al espectador, posibilitar la intensificación de su experiencia estética, y por tanto contribuir a que éste construya los sentidos y genere sus propias valoraciones y lecturas.

Se trata de una crítica destinada a desmontar la estructura de las obras y a mostrar cómo se desarrolla el pensamiento artístico, sus estrategias productivas para crear singularidades, construir mundos, y torsionar significados. Esa perspectiva se hace cómplice de la riqueza de las obras que proponen mundos complejos, con diversidad de planos y capas de sentido. Entonces, el compromiso es con la experiencia estética, con el sabor y saber de las obras. En esa dirección el discurso crítico más que invalidar las obras se hermana con ellas para que el lector se ponga en juego y desestabilice sus expectativas, sus códigos cognitivos y hábitos perceptivos. Naturalmente que ya no estamos frente al crítico demiúrgico sino frente a un propiciador de lecturas que abran los sentidos, tanto físicos como conceptuales.

Cuando se plantea la relación del discurso con obras de carácter visual es evidente que nos situamos en una especie de doble imposibilidad, la de hablar y la de no hablar del arte y sus prácticas. Es la dificultad de traducir pero es esa misma imposibilidad la que abre un espacio de creación en la escritura. La escritura produce una diferencia. Traducir una obra es imposible pero esa misma imposibilidad hace que la escritura se abra a la creación. La escritura hace visible lo intraducible y al hacerlo se torna diferencia creativa. Esto sucede porque las obras importantes se presentan como la irrupción de algo que nos afecta y conmueve, se presentan como un encuentro con algo intempestivo que nos obliga a sentir y pensar de manera inusual.. Pensamos no desde un acto de voluntad o desde una decisión por iniciar una reflexión, lo hacemos sacudidos por algo que desde afuera nos conduce a una “re-vuelta”, a abandonar las generalidades y rutinas perceptivas en que nos movemos ordinariamente. Estremecidos por una afección, la palabra se inquieta y es conducida a otro lugar. El escritor, como sugería Mikel Dufrenne, produce un discurso que ya no es un discurso sino un encantamiento. Deviene poético en su afán de nombrar esa afección.. “Esto sucede cuando el crítico, en lugar de ser escribiente, pasa, como dice Barthes, del lado del escritor” . Un lector-escritor poético que invita al lector a una acción semejante.

2. En esa apertura a la escritura nos topamos con la figura del ensayo. Las obras hablan y son habladas, facilitan la construcción de un acontecimiento de sentido, de conceptos, de multiplicidades en movimiento. Invitan a pensar en, con, y desde las ellas. El discurso, entonces, más que referirse a las obras viaja con ellas, cada signo deviene huella que anuncia nuevos trayectos, heterogeneidades espacio-temporales. Todo texto artístico se refiere a otros, es intertextual, es potencia de transformación, productividad dinámica, desliz, aventura, o anomalía, no sólo frente a lo real sino anomalía con respecto a un origen, o a una verdad previa, o a la autoridad del autor. El arte, entonces, se torna matriz de discursos, en ese trasegar discursivo pueden incorporar nuevos marcos, tanto dentro de las obras como exteriores a ellas mismas. La acción discursiva puede deslizarse en múltiples direcciones rompiendo las dicotomías que inmovilizan el vuelo de la palabra, las dicotomías constituidas por los pares esencial-inesencial, central-periférico, interno-externo.

Ningún texto es homogéneo, las obras son habladas desde múltiples lugares que rompen cualquier pretensión de unidad y organicidad. Más que una posición, un texto describe una pre-posición, se encuentra siempre “”entre”, “para”, “sobre”. Alrededor de él, en su circulación, se inscriben nuevas voces y nuevos contextos. Esta escritura creativa se deshace de la pretensión de un sentido pleno y único y lejos de realizar una lectura orgánica moviliza procedimientos como el desplazamiento, el collage o el montaje. La escritura deviene una práctica de seducción, en tanto descentra y conduce a un lado, en tanto desvia del camino para desplegar nuevos bordes y pliegues.

3. Justamente esa amplitud de lecturas conduce a abordar la crítica y producción discursiva desde lugares que exceden la esencialidad de la visión y la inmanencia y autonomía de la obra de arte. Es la crítica que entiende que en ellas no interviene solamente el ojo, o mejor, que la mirada está producida históricamente. Allí hablan lugares políticos y culturales, marcos de referencias extra-artísticos. De esta manera se distancia de la lectura tendiente a la desocultación de una verdad profunda inmanente a la obra para preguntarse quién habla, desde dónde, qué representaciones entran en juego. En tal virtud renuncia a la pureza metodológica de la modernidad, desafía sus modelos disciplinares para introducir una sana indisciplinariedad y marcos de lectura más amplios. Marcos que por cierto han insertado en las prácticas artísticas los propios artistas.

La crítica y el ensayo no pueden ignorar las discusiones contemporáneas acerca del lugar de lo artístico en un mundo “global”, “multicultural”, “intercultural”, “post-político”, “poscolonial” y las exigencias de “producción de localidad” en esos contextos. Incluso, y al interior de esa apertura de marcos interpretativos, la crítica extiende su análisis a todo el ámbito de lo artístico el cual rebasa la “obra” para abrirse a las formas de distribución, formación, recepción y gestión de lo artístico. El desplazamiento del concepto de “objeto” al de “práctica” redefine aquello que se hace susceptible de crítica y comentario.

4. Lugar de la crítica y escritura. Los cambios que experimenta la actividad artística también exigen pensar quién, desde dónde, cómo se ejerce y circula el discurso. Es indiscutible que el mundo tecno-comunicacional no es un dato más, es constituyente, casi está produciendo una nueva episteme. Las imágenes entran en la órbita de lo temporal y fugaz, el acceso a la palabra se multiplica, la red se constituye en un espacio fácilmente identificable como una estética relacional, con otros ritmos de lectura, circulación y participación. Un nuevo sujeto, comunitario y polifónico, empieza a gestarse allí. Sin duda es un nuevo espacio de crítica y producción discursiva, frente a la crítica de autor habilita una discursividad abierta, participativa, colectiva, múltiple, errante, con relevos y trenzados que desmantelan las verdades únicas y la idea de autoridad.

También hay que considerar un desplazamiento de la figura del artista-creador al de productor de sentido que trasciende la creación de obras. Creo que ese espacio en las universidades es aún incipiente, la formación de un productor de sentido, de un creador de conceptos, debería atravesar con más audacia las carreras de artes visuales. En su mayoría, la crítica y la producción discursiva es una asignatura suelta, un elemento atomizado. Bien valdría la pena pensar en un lugar más diseminado y deslocalizado, incluso incorporarla como parte de la formación teórica general, como un dispositivo que concibe que la teoría no sólo se utiliza sino que se crea y produce.