LAS BUENAS (MALAS) INTENSIONES: LA CIRCULACIÓN DE LA CRÍTICA DE ARTE EN MEDIOS IMPRESOS DE MÁS DE MIL EJEMPLARES

Por Guillermo Vanegas

Amigos en la lucha

En mayo de 1980, Eduardo Serrano, principal representante del modelo expositivo del Museo de Arte Moderno de Bogotá, se dirigía en una carta a la directora de la revista “Arte en Colombia” haciendo la siguiente introducción:

“Querida Celia:
En repetidas ocasiones tanto tú como [el crítico y después escultor] Galaor Carbonell han tenido la amabilidad de invitarme a colaborar mediante artículos en la revista “Arte en Colombia”. Siempre he agradecido profundamente esta deferencia, pero el poco tiempo que me deja el trabajo en el Museo de Arte Moderno, así como el hecho de disentir en forma total con las reseñas que sobre las exposiciones del museo se han publicado en la revista, han imposibilitado hasta el momento mi vinculación a ella…”


Luego de esto, Serrano se dedicaba a denunciar lo que percibía como una total ausencia de información por parte del autor de una reseña publicada allí sobre la exposición “25 años después”, realizada meses antes en ese museo. Mostrando brevemente la causa de su molestia, este curador criticaba con mayor fruición la falta de profesionalismo que, según el, Germán Rubiano, autor de la mencionada reseña y realizador de exposiciones también, había demostrado al manipular equivocadamente una obra del dibujante Darío Morales que, al parecer, ese Museo le había facilitado para una exhibición.

En su respuesta al curador del Museo de Arte Moderno, la directora de la revista, se dedicó a mostrar las razones que tuvo para vincular a alguien como Rubiano con su publicación, mientras que éste replicaba demostrando igualmente el error que cometía Serrano en su misiva, por cuanto olvidaba mostrar el contexto en el cual se dio el préstamo de la obra arriba mencionada y los hechos que rodearon el supuesto maltrato.


Luego de esto se publicaron dos cartas en la edición número 14 de la revista, donde Serrano mostró las pruebas sobre las cuales se basaba para defender su pleno ejercicio de consciencia al momento de hacer sus señalamientos. De hecho, una de esas cartas estaba firmada por la directora del Museo hasta hoy, Gloria Zea.

Para el motivo de esta presentación, que consiste en reflexionar sobre los modos de circulación de la crítica de arte en los medios escritos que circulan en el país, esta anécdota sirve para ver en retrospectiva la forma como dos actores predominantes en la dirección del campo artístico local utilizaron las herramientas retóricas que tenían más a la mano en ese momento, para destacar las falencias que percibían veían en las sus respectivas gestiones. Un análisis de este episodio permite poner en claro por lo menos dos elementos:

1.- Los curadores de arte sufren de amnesia.

2.- Los curadores de arte, cuando polemizan, evitan referirse directamente entre sí.

Sobre el primer punto no hay discusión, el olvido de estos dos curadores suele ser proverbial y generalmente juega a favor suyo. En realidad, el siguiente elemento es el que me sirve para señalar una entre muchas formas posibles de polémica en los medios escritos sobre arte que existían en los años ochenta. Partiendo de la pelea Serrano-Rubiano, podría sugerirse que la mayoría de debates que se ventilaban en un medio editorial con las características de poseer una amplia circulación y reconocimiento en el campo artístico inmediato como “Arte en Colombia”, se caracterizaban por darse a partir de una suspensión tácita de la interlocución mediante el recurso de la carta abierta dirigida a un tercero que podría considerarse neutral. Así, al dirigirse a Celia de Birbraguer, directora de “Arte en Colombia”, ambos curadores extirpaban simbólicamente a su oponente para darle mayor fuerza a sus ataques y al mismo tiempo evitar dar una explicación sobre las referencias, suspicacias y presunciones formuladas: como ambos sabían de qué estaban hablando, el público necesariamente no debería ser ilustrado al respecto. El “ninguneo” que cada uno hizo de su opositor funcionaba aquí como una herramienta válida para incrementar la virulencia del ataque, en la medida que servía para vulnerar uno de los valores mejor cuidados por los promotores de nuestro campo artístico: la preeminencia del semblante público.


Pero, en este caso, no se trataba sólo de eso. Por el carácter mismo de los hechos mencionados y la abierta exposición pública de la intimidad de las relaciones que mantenían las instituciones representadas por ambos gestores, su semblante como agentes influyentes del campo se veía claramente favorecido. Una interpretación que ofrece este suceso ante un espectador desprevenido podría ser: “sólo ellos saben (y de qué manera) porqué pelean, pero qué bien se defiende cada uno.”


Además, uno de los efectos colaterales de esta manera de debatir sería la posibilidad de que los principales personajes de este debate pasaran a formar parte de un conjunto de acontecimientos que los protegerían del olvido. Así, mientras Rubiano podría ser recordado como un pésimo museógrafo, a Serrano la posteridad lo tendría como el inconforme y travieso curador del principal museo del país en esa época. O lo contrario. Al descalificarse mutuamente, ambos pasaron a determinar con mayor comodidad el perfil del arte contemporáneo colombiano. Basta con pensar en la manera como son descritos estos sujetos en la prensa escrita y recordar que, generalmente, a ambos se les reconoce tanto por su prolongada carrera en el campo artístico, como por haber demostrado en algún momento su espíritu controversial. El lugar común del curador-crítico, problemático y quisquilloso, queda satisfecho una vez más.


Si se toma esta actitud como parte de una intención bien planeada, tanto Rubiano como Serrano supieron jugar sus cartas para poder seguir actuando sin necesidad de darle cabida al disenso entre iguales y por lo tanto, para amplificar el radio de acción en sus respectivos feudos. Hasta ahora ambos han logrado mantenerse actuando a la sombra de una reciente generación de curadores y gestores, interviniendo de manera sutil en el perfil de muchas de las actividades relacionadas con el arte local.

26 años después


Para un observador de las reseñas sobre arte que se publican en el período reciente, el panorama que se le ofrece parecería ser bien distinto. En primer lugar, porque los medios escritos dejan que los discursos artísticos aparezcan en sus columnas como parte de un relato mayor relacionado con la cultura. Así, por ejemplo, la mayoría de noticias sobre eventos donde se involucra el arte abundan en generalidades que apuntan a determinar que la acción de un artista es ante todo inofensiva y resueltamente conciliadora, en últimas, conformadora del patrimonio identitario que se construye en nuestro país. Caso contrario, si se habla de la incomprensión que generan sus propuestas en la convenientemente utilizada “opinión pública”, se le ataca desde una plataforma demagógica que reclama un retorno a las prácticas tradicionales. Para ambos casos, en los medios escritos predomina la tendencia a clasificar en buenos términos y sin mayores reparos la actividad de los productores de arte. Veamos un ejemplo tomado del periódico El Tiempo, escrito por el columnista Diego Guerrero a propósito de la venta del cuadro pintado por Fernando Botero y Álvaro Uribe Vélez:


“… El hombre rubio tenía los ojos muy abiertos, la mandíbula tensa, como si quisiera encerrar con los dientes las palabras que se le atragantaban sobre la lengua. Vestía saco y corbata, como casi todos los que habían ido al Club El Nogal la noche del jueves, para pujar por alguno de los 41 cuadros y esculturas hechos por artistas colombianos y directivos de compañías. Tendría 40 años, a lo sumo, y todas las miradas encima. Estaba sentado, pero con el cuerpo tenso como el portero ante el penalty. Hasta las 10 y 47 minutos de la noche era uno más en la sala que iba a comprar algún cuadro. Pero él no había ido por 'algún cuadro'. El rubio de aspecto juvenil fue por Fiesta nacional, el óleo de un metro por 1,30 centímetros que pintó Fernando Botero y al que el presidente Álvaro Uribe le agregó un tricolor nacional en una esquina y su firma. Obvio también estaba la de Botero… "Señoras y señores -dijo el martillo paisa- esta es una inversión en una importantísima obra, única en el mundo".”


En medio de este panorama se extraña la presencia de una apertura editorial que permita la reflexión sostenida sobre arte. De hecho, resulta interesante observar el caso de las publicaciones especializadas que evitan publicar opiniones contrarias sobre un mismo evento. Como una ilustración de este diálogo de sordos entre columnistas, donde cada cual trata su tema por separado, vale la pena mencionar el ejercicio editorial de la sexta edición de la revista Arteria. Dos de sus columnistas, Jaime Cerón, gerente de artes plásticas del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, y Belén Sáez de Ibarra, curadora participante en la IX Bienal de Arte de Bogotá, evaluaban desde orillas opuestas la exposición sobre una parte de la producción artística afrocolombiana llamada “Viaje sin mapa”, realizada en la Casa Republicana de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Puestas así las cosas, podría decirse que estamos ante una actitud de apertura hacia el debate. Sin embargo, considero que dicha maniobra queda circunscrita a explorar los presupuestos teóricos que condujeron esa curaduría, sin medir las intenciones de los responsables de la muestra, entre ellos José Ignacio Roca, integrante del mismo medio escrito y quien también actúa como responsable de la Sección de Exposiciones Temporales de la Luis Ángel Arango. Respecto a lo que vengo diciendo, en esa edición las críticas formuladas no encontraron respuesta por parte de los curadores o de quienes intervinieron o evitaron intervenir para que se realizara esa exposición, argumento que podría refutarse teniendo en cuenta los plazos de publicación que sigue un medio escrito.


No obstante, en el siguiente número de Arteria la réplica vino a aparecer desde la tribuna de los espectadores, donde Marta Calderón y Hugo Hernán Ceballos, mostraban su posición frente al problema de “Viaje sin mapa” y las reseñas escritas por Sáez y Cerón, evidenciando la necesidad de proponer un ejercicio de debate en un mismo aparato editorial. Con base en este ejemplo, sostengo que los ejercicios de debate abierto escasean en gran parte de los medios escritos sobre arte que se pretenden a sí mismos como progresistas. En este sentido, el “ninguneo” retornaría para inhabilitar el trabajo que una amplia cantidad de escritores, especializados y aficionados, sobre arte, los cuales a diferencia de Cerón y de Sáez de Ibarra, aun no hacen parte de alguna instancia decisoria dentro del campo artístico colombiano y se mueven por otras rutas.


Al comparar este ejemplo con la pelea entre Serrano y Rubiano, es posible entender que la manera de hablar sobre arte en el país aun se sostiene con base en modelos aparentemente superados, y que por su insistencia evitan articularse respecto a otras formas de opinión que se han venido construyendo desde algunos sectores opuestos al modelo institucional de exhibición del arte más reciente. De ahí que proponga ver cómo existe actualmente una polarización entre dos estructuras de difusión de opinión. Por una parte encuentro a la prensa escrita en cualquiera de sus modalidades, caracterizada por su eficacia demagógica, su permanente llamado a retornar al canon y la suposición de que el público de arte es amnésico. En este sentido, el ejemplo que ofrece la apuesta editorial de la revista Arteria es equívoco por los intereses que no deja de poseer una publicación sobre arte patrocinada mayoritariamente por agentes del mercado artístico local.


Los foros de discusión en internet van en dirección opuesta. En ellos parece predominar la intensión de darle cabida a formas de opinión divergentes, disminuir la verticalidad en la dirección de las confrontaciones y tener una mínima incidencia en el devenir del campo.
Quiero concluir con una última cita tomada de la revista Arcadia, en la que el columnista Nicolás Morales declaraba:

“Los intelectuales [y de paso los críticos, el añadido es mío] escasean en la televisión, ya no los entrevistan en la radio como ocurría en los noventa, y son tan desconocidos en las casas de los colombianos como Sandokán para los niños de hoy. La gran excepción podría ser el guardián matinal de la historia política y cultural de la nación, Alberto Casas Santamaría (¿Tres millones de oyentes?). Es el intelectual más popular de Colombia, duélale a quien le duela.”

Esta opinión puede reforzarse con la que emitiera Andrés Hoyos en su revista El Malpensante en un debate que sostuvo hace bastante tiempo con el ya citado José Roca, cuando exclamaba que los ejercicios curatoriales que se hacen en la Luis Ángel Arango y otras instituciones comprometidas con la causa del arte contemporáneo obedecen a una “conspiración burocrática, que aspira a domesticar a los artistas”. Hay que añadir que no sólo desde la aplicación de modelos expositivos se domestica a los artistas, sino que desde los medios de formación de opinión, como Arteria, o el que dirige Andrés Hoyos, o el que publica a Nicolás Morales o el que difunde a Alberto Casas, este ejercicio se duplica en la domesticación del público.