A DIESTRA Y SINIESTRA - COMENTARIOS SOBRE ARTE Y POLITICA

Félix Suazo


PARA UNA REDEFINICIÓN DE LO POLÍTICO EN LAS PRÁCTICAS DE CREACIÓN CONTEMPORÁNEAS (1)

Algunos teóricos del arte han observado que la quiebra del proyecto moderno trajo consigo una consecuente despolitización del arte y el auge de posturas cada vez más blandas y negociadoras que dejaban atrás el radicalismo crítico de las vanguardias. Sin embargo, en las últimas dos décadas, esta supuesta indiferencia política se fue transformando en una suerte de juego cínico con los símbolos del poder que, a la larga, ha desembocado en una nueva estrategia para abordar el espacio político (2) de la civilización tardía, marcada por el declive de los viejos liderazgos y la incorporación de nuevos sectores al debate público como el movimiento feminista, los representantes de las minorías étnicas y religiosas, las asociaciones de vecinos, los ecologistas y otras organizaciones no gubernamentales. Este fenómeno ha permitido expandir el contenido de la confrontación política más allá del enfoque partidista, dando cabida de este modo a aspectos relacionados con los derechos civiles del ciudadano, su identidad sexual y religiosa, sus costumbres y creencias. En este contexto, lo político ya no se presenta como un compromiso definido con una ideología específica, sino como una instancia discursiva que se expresa simbólica y subrepticiamente en todas las formas de la actividad social, individual y productiva: en la manera en que se promueve una marca de pasta de dientes, en el modo de fumar, en la moda, en la enfermedad.

En consecuencia, estamos asistiendo a una re-politización del arte que ahora tiene como escenarios al cuerpo, la sexualidad, la naturaleza, las relaciones humanas, la tecnología, el mercado y los propios espacios de legitimación cultural. Evitando la visión panfletaria del realismo social y el melodramatismo de la nueva figuración, las prácticas de creación actuales se han vuelto cada vez menos indiferentes, a través de recursos tan disímiles como la fotografía, la instalación, las acciones en vivo y el video arte. En todos estos casos, prevalece la mirada documental o la yuxtaposición crítica de recortes de prensa, reportajes y testimonios reales, que hablan elípticamente de la tragedia y la ira de los sectores marginados o minoritarios. Aún así, esa redefinición de lo político en el campo del arte se plantea bajo la forma de una disección simbólica que muestra las fisuras y contradicciones de la civilización actual.

En realidad, ya desde la aparición de las primeras tentativas conceptuales, el propio gesto de abandonar la pintura y enfatizar en la idea suponía una toma de posición no solo estética sino también política que se oponía a la fetichización del objeto y a su circulacion mercantil. Esta postura se fue radicalizando en la medida en que las prácticas de creación fueron abandonando los espacios de legitimación oficial y trasladándose hacia los ambientes naturales y urbanos, donde la obra adquiría una dimensión procesual y efímera. Sin embargo, este éxodo hacia los espacios alternativos como forma de resistencia no tardó en ser neutralizado y asimilado al proceso de renovación que también sufrían las instituciones culturales, buscando actualizar, y sobre todo, flexibilizar sus mecanismos promocionales y valorativos. Dentro de este marco, ya ninguna propuesta artística, ni siquiera aquellas que se autorrelegaban a la marginalidad, podía quedar totalmente fuera del alcance de los museos, el coleccionismo y el mercado. Esta lógica no solo ha ensanchado los límites del campo cultural, sino que además ha permitido una redefinición de lo político como instancia discursiva, es decir, como parte de una estrategia de comunicación. En este sentido, lo político ya no es una forma de militancia que se fundamente en una suerte de metaconciencia ética, sino un elemento más de la gramática cultural de nuestra época.

Lo interesante de este fenómeno es que la relación entre política y arte ha dejado de pertenecer a la estricta jurisdicción de un movimiento o tendencia artística en particular (como solía ocurrir con las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo o con la contracultura de los años 60), para diseminarse en prácticas de creación disímiles, incluso en aquellas que proponen una visión intimista del hecho artístico. Atrás quedaron los tiempos en que ser futurista o surrealista era casi lo mismo que ser fascista o comunista y, por esa misma razón, la figura del artista se erguía como la de un activista político. Por el contrario, el artista contemporáneo rechaza la frontalidad de sus homólogos de antaño, trasladando su interés a las estrategias de lenguaje y las posibilidades que brindan las tecnologías de la información. Lo político se manifiesta ahora a través de la elección del soporte, la factura y los símbolos empleados que a veces son variaciones lúdicas o paradójicas del código; otras documentos aparentemente inocentes que son introducidos intencionalmente para provocar una reacción crítica en el espectador.

Un ejemplo de arte político basado en un cambio discusivo lo constituyen las instalaciones, medio de expresión combinado que durante los años 70 y 80 fue utilizado como un recurso de oposición frente a la hegemonía de los géneros puros (pintura, escultura, dibujo), tradicionalmente destacados y promovidos como emblemas de la institución arte. En este sentido, la operación instalatoria desafía el poder instaurador de las representaciones institucionales, al operar un cambio en la estructura discursiva de la obra que sustituye la coherencia estructural y el refinamiento intelectual del arte moderno por proposiciones fragmentarias donde lo casual tiene una importancia determinante.

Así como la lógica del discurso político ha abandonado el gueto partidista para convertirse en un espectáculo publicitario, regulado por los índices de aceptación y rechazo de las audiencias, el arte contemporáneo ha reorientado su agenda política, no sólo hacia temas "políticamente correctos" como los derechos humanos y civiles, la ecología, la identidad y la alteridad, sino también hacia el desenmascaramiento crítico de los modelos de representación vigentes. Según este enfoque, lo político trasciende la incorporación -más o menos comprometida, más o menos oportunista- de una serie de temas controversiales, extendiéndose hacia las estrategias discursivas -generalmente estandarizadas y asépticas- que son empleadas por los medios de comunicación masivos o entes gubernamentales para tratar esos problemas.

Al abordar lo político como una entidad discursiva, las relaciones de poder son transferidas al lenguaje, poniendo en evidencia sus convenciones. En realidad, el poder instaurador del lenguaje está referido en la mayoría de los mitos que narran la fundación del mundo: cada cosa nombrada adquiere por medio de este acto una presencia significativa. Pero esta acción fundacional está acompañada también por un proceso inverso de exclusión: todo cuanto omite el lenguaje, todo fenómeno innombrable, carece de sustancia y de presencia. Así pues, entre la instauración y la exclusión, entre afirmaciones y silencios, el lenguaje deviene en campo de confrontación, es decir, en espacio político. Esta condición, por inocua que parezca, marca el origen de múltiples batallas que se operan a nivel del discurso cotidiano, en las relaciones afectivas, en la interacción profesional o en el propio debate político. En todos estos casos, el lenguaje (bajo sus diferentes modalidades) establece demarcaciones y normas que, no solamente favorecen la comunicación, sino que revelan posicionamientos específicos respecto a tal o cual tema.

De este modo, la búsqueda del consenso a través del simulacro comunicacional se convierte en el verdadero objetivo del debate político, hecho que también se ha constituido en objeto de análisis por algunas prácticas de creación contemporáneas que intentan replantear críticamente las relaciones que en el contexto de la civilización actual se establecen entre verdad e ilusión, identidad y representación.

De ahí que, el aparente nihilismo que caracteriza los comportamientos intelectuales en la postmodernidad, no sea más que un replanteamiento de lo político desde una óptica no partidista, es decir, discursiva y simbólica que centra su atención en los problemas de la representación y la autoridad. En este sentido, la presencia de lo político en el arte contemporáneo no se define, como ya hemos anotado, en términos de militancia o compromiso ético social con alguna utopía emancipatoria, sino como un juego epistemológico de carácter deconstructivo que desenmascara las contradicciones del discurso institucional. Para decirlo de otro modo, las relaciones políticas son vistas ahora a través de las relaciones entre los signos, las imágenes que los representan, los contextos en que son colocados y los usos sociales que los determinan. El problema no (sólo) es cuestionar la contaminación ambiental o la discriminación étnica, sino revisar las estrategias del lenguaje (jurídico, periodístico, moral, artístico) que han propiciado y justificado a través del tiempo la implantación de esas prácticas. De cierto modo, la hegemonía de unos discursos sobre otros (o, en el caso de las artes, de unos géneros o estilos sobre otros), constituye una metáfora de las desigualdades que se producen en el ámbito de la propia vida.

Quizá lo que ha provocado el desconcierto de amplios sectores de la intelectualidad es constatar que esta re-definición de las relaciones entre política y arte ya no se está planteando a favor o en contra de alguien o alguna cosa y, sobre todo, que algunas prácticas de creación están utilizando inescrupulosamente los propios mecanismos de circulación y promoción que pretenden cuestionar. Para ciertos analistas esta estrategia constituye un síntoma de oportunismo, cuando no una prueba fehaciente de la hipocresía e inconsistencia ética de algunos creadores (3). Lo que ocurre, sin embago, es que se ha roto aquella ecuación dicotómica que planteaba la cuestión en términos extremos y obligaba al intelectual a posicionarse belicosamente de un lado o del otro de la arena política o, simplemente, a no responder a este reclamo. Dicho de otro modo, el horizonte crítico del arte se ha vuelto "implosivo" y se manifiesta desde dentro mismo del campo cultural, tomando el lenguaje como nuevo escenario de confrontación. Ello no significa que hayamos arribado a una suerte de "más allá" de la política por aniquilación o cansancio sino que se ha redimensionado su manera de manifestarse tanto en la vida como en el arte. Es así como algunas elecciones de estilo o género tienen implicaciones políticas subliminales como sucede a menudo con las propuestas de la artista Barbara Kruger, quien suele utilizar soportes publicitarios (pancartas o afiches, por ejemplo) donde la yuxtaposición de textos e imágenes tienen una finalidad crítica. Lo sorprendente en casos como este es que lo político ha desaparecido como tema para reaparecer como juego epistemológico, es decir, como parte constitutiva del propio discurso de la obra. Tal vez por ello se ha vuelto tan difícil aprehender la naturaleza política de la mayoría de las producciones artísticas de los últimos dos decenios, sobre todo en aquellas en las que prevalece una atmósfera intimista.

Con ello queremos decir que las relaciones entre política y arte en el mundo contemporáneo no dependen ya del tema o del compromiso ideológico del artista, sino del uso estratégico y administrado del repertorio de géneros, estilos, imágenes y símbolos disponibles, a partir de la plena conciencia de sus implicaciones sociales y culturales. Hablamos de un cambio de episteme que ha aprendido a reconocer lo político en su manifestación comunicacional. Es en el diálogo, por tanto, donde se afinca hoy la pertinencia de lo político, en la capacidad de propiciar y aceptar la diferencia, en la posibilidad de hablar desde allí.

Félix Suazo,
Caracas, julio de 1999

Notas
(1) Publicado en la revista Curare, No. 16. México, julio-diciembre de 2000, pp. 6-12.
(2) Según Nicolás Abaggnanov, el término política puede ser entendido en varios sentidos, a saber: 1) como doctrina del derecho y la moral; 2) como teoría del Estado; 3) como ciencia de gobernar y 4) como sistema de relaciones intersubjetivas. Aquí nos referimos a la última de estas acepciones por considerarla de mayor amplitud y flexibilidad.
(3) "Es la hora -escriben Ives Hélias y Alain Jouffroy- de un microanarquismo suave y pragmático para sobrevivir bajo el peso de las condiciones presentes".
Ver "Retrato ideológico del artista a finales del siglo", en revista Analys-art (Caracas, Marzo de 1994), p. 61.

Este ensayo ha sido tomado del libro impreso:
Félix Suazo. "A diestra y siniestra. Comentarios sobre arte y política". Fundación de Arte Emergente, Venezuela. Enero 2005.
Cubierta: Claudio Perna
Diseño y diagramación: David Palacios
Corrección: Sara Maneiro
Preprensa: Fotocomposición Vidal
Impresión: Gráficas Guarino


Digitación y upload a Mesa de Artes: Pablo Batelli, marzo 5 de 2010