LA RETALIACION EN LA VIDA REAL

Víctor Albarracín

Al tipo le dicen Yaki Chan, o Shaki Chan, no sé muy bien. Cuida un parqueadero en la 17 con 4 y, en sus ratos libres, siembra el terror entre los indigentes del sector y acosa a "Don Carlos", un mendigo anciano quien, por años, fue una especie de "dueño de la cuadra".
Todo el asunto empezó hace un par de años, cuando a Shaki Chan le dio por acosar a Lorena y por joder a Yoko, nuestra poodle ciega que ahora nos debe estar viendo desde el cielo de los perros. Cuando la situación empeoró tuve que intervenir como el marido protector que soy. En consecuencia, se desató una guerra verbal entre Shaki Chan y yo, llena de puteos, sarcasmos y toda clase de insultos. Poco tiempo después nos trasteamos a un par de cuadras y se enfrió la situación con el tipo, pues ya no lo veíamos a diario ni teníamos la necesidad de caminar por esa calle. Sin embargo, de vez en cuando, al ir a visitar a Cindy y Andrés o a María Isabel, me cruzaba con el individuo y una nueva batalla de insultos tenía lugar.
Esta serie de intercambios lingüísticos tenía matices tragicómicos, más bien agridulces, que finalmente nunca me tomé demasiado en serio.
Según parece, Yaki Chan ha caído en las garras del bazuco y, día tras día, el personaje se va viendo peor, como si fuera el protagonista de esa propaganda de "la droga destruye tu cerebro" que se hizo famosa a mediados de los 80. Ahora anda sucio, con la ropa más rota que antes y con la cara un poco torcida por el embale.
Ayer, 14 de abril del 2011, me crucé con el tipo en la esquina de la 18 con 5, se quedó mirándome con los ojos enrojecidos, no sé si por el humo del polvo de ladrillo con base de coca y disolventes o por el odio o por ambos y, con una voz rasposa y pesada me dijo: "bobo hijueputa, cuchillo es lo que le voy a dar por puro deporte cuando menos se lo imagine". Cuando le respondí que se abriera y me dejara en paz, el tipo frenó y vino hacia mí, haciendo el amague de sacar un supuesto chuzo que debía tener entre la chaqueta. No me quedé a mirar si el arma era real o no. Abrí la puerta del edificio y entré rápido.
Es extraño saber que este tipo al que me puedo cruzar en cualquier momento, una noche al sacar al perro al parque, o un domingo solitario viniendo de la tienda, carga en su cabeza la promesa de matarme. Es extraño que la amenaza más seria para mi vida no provenga de alguien a quien ofendí profesionalmente, de un usuario de esferapública indignado por mis comentarios o de una institución herida por mis declaraciones y argumentos. No es exageración, sabiendo, como sabemos, que en este país las instituciones espían, persiguen, acosan y, eventualmente, eliminan a sus contradictores. Sin embargo, el sector cultural parece no acudir a esas estrategias pues la manera en que operan la supresión del antagonista son de distinta naturaleza. Es extraño, entonces, tener la conciencia de que a uno lo puede matar "por deporte" el chirri de la cuadra vecina.
¿Debo llamar a la policía y poner una denuncia por amenaza de muerte? ¿Debo conseguir una restricción judicial para impedir que el tipo se me acerque? ¿Debo trastearme a un barrio lejano para que el Shaki no me apuñale por la espalda con un pedazo de segueta afilado a punta de andén un día en que esté de malas pulgas o envideado por la traba de bazuco? ¿Debo pagarle a un sicario para que lleve a cabo una operación preventiva y me quite de encima la zozobra? ¿Debo pagar el precio de llevar un muerto a mis espaldas hasta el día de mi muerte? ¿Debo hablar con el tipo, hacer las paces, darle plata para que me deje en paz, ofrecerle bazuco, explicarle las ventajas del diálogo y del consenso? ¿Debo convencerlo de que soy una persona de bien y decirle que él es una buena persona y que lo respeto como ser humano pero que, desafortunadamente, este mundo tan desigual nos puso en dos extremos opuestos?
¿Y si me acerco a hablarle y me enciende a golpes o me chuza un pulmón? ¿Y si acudo a la policía y denuncio y, como retaliación, el hombre me espera una mañana en una esquina y me clava por la espalda?
Las peleas que he dado, y que cada vez doy menos, me han dejado sin trabajo, sin prestigio, sin posibilidades de ascenso social en el medio artístico. Algunas veces me han dejado sin voz y un par de veces me han sorprendido con la etérea amenaza de una demanda. Han sido peleas en las que me he metido de corazón o simplemente por bocón, pero he asumido las consecuencias de mis palabras. Sin embargo, no estoy muy bien preparado para lidiar con la posibilidad de ser asesinado como retaliación por unos cuantos intercambios inocentes de puteos coyunturales.
El mundo cultural es inofensivo o, más bien, como toda la vida del aspirante a pequeñoburgués, mata de a poquitos: deprime, reseca y desespera; lleva al suicidio o al alcoholismo; obliga a unos cuantos a cambiar de vida, a volverse huraños y a esconderse por años en una finca de la sabana. A otros, que no tenemos finca ni perspectivas profesionales, ni plata para trago, nos va volviendo cínicos y aún más resentidos de lo que ya éramos por cuenta de nuestra extracción social no muy afortunada. En todo caso, en el mundo de la cultura, nada hay que temer más allá de la bofetada de un artista dolido a un crítico hiriente, del complot de unos profesores en contra de un aspirante a cátedra o de la conspiración de una institución que impide que alguien que los ha jodido con correitos y derechos de petición pase a cualquiera de sus convocatorias.
La vida real es distinta y, con seguridad, no estoy capacitado para vivirla en esas condiciones, en medio de la crudeza y la estupidez implícita en el hecho de terminar con algún órgano vital atravesado por una lata de manera más bien gratuita.
De forma un poco imbécil me ha dado por pensar en la sobria nota fúnebre que posteará Jaime Iregui en Esfera, en la columna de Lucas Ospina que, sin duda, estará muy bien escrita y presentará una imagen positiva de mí, una imagen que me permitirá, una vez muerto, convertirme en un personaje relativamente histórico dentro de la más reducida esfera del arte en Colombia. Me ha dado por pensar en los chismes de estudiantes y artistas jóvenes borrachos donde doña Ceci, en billares Londres o en Rikotto, que multiplicarán las versiones e imaginaciones en torno a los detalles de mi muerte: que se desangró en un andén del centro, que se murió de tétanos, que luchó con la lesión dejada por el ataque pero perdió la pelea. Pienso también en los comentarios que se darán si finalmente sobrevivo; pienso en el trauma de unos cuantos y en las risitas burlonas de otros bastantes que pensarán que merezco mi suerte. Pienso en las nuevas chicas de la cultura reunidas en algún Juan Valdez, las veo cuchicheando sobre lo poco chic que es ser apuñalado por un ñero del centro ("quien sabe en qué vueltas estaría con ese cafre"; "hasta que al fin a alguien le pasó algo tenaz por andar dándoselas de Edwin Sánchez", etcétera).
Pienso en esos sentimientos inútiles de dolor y tristeza de algunos que lamentarán si muero, pero eso es harina de otro costal.
Cuando una curadora, una decana o una institución cultural o académica prometen represalias, la mayoría de las veces se sabe que vendrán por debajo de la mesa y se sabe, en todo caso, que uno va a sobrevivir a la venganza. Por otro lado, la promesa de esas represalias tiende a causar más risa que llanto, pues uno es consciente de que esas señoras y esos señorones de la cultura no se van a ensuciar los dedos con la tinta de sus Mont Blanc, firmando una demanda. A fin de cuentas uno es demasiado poco, uno es el Shaki Chan de la cultura, alguien a quien simplemente se debe ignorar; un tipo estridente y desaliñado, alguien inofensivo por quien no vale la pena ponerse en tantos trabajos.
Pero si uno vive en la calle, si no tiene nada que perder y si ya tiene las manos sucias de mugre, de óxido, de bazuco o de sangre, puede tener sentido el querer cumplir una amenaza, por deporte, por sentir que uno tiene un poquito de poder sobre algo en el mundo, así ese algo sea la vida de un imbécil que se cruzó en el camino de uno. A fin de cuentas, hasta la cárcel es menos tenaz que el andén y, en este país, matar no es algo que se suela pagar en una celda.